sábado, 3 de mayo de 2008

PIO BAROJA


  • Pío Baroja

Nació en San Sebastián en 1872; murió en Madrid en 1956. Fue médico pero abandonó su carrera para dedicarse a la literatura. Viajó mucho; sin embargo, su vida fue bastante tranquila. Baroja fue un hombre solitario, independiente y profundamente sincero. Su visión de la realidad española es amarga y pesimista, lo cual se refleja en sus obras, pero también se plasma su espíritu sensible lleno de humor y, a veces, de ternura. Critica claramente los vicios que aquejan a los españoles con una marcada intención reformista.

Todas las obras de Baroja pertenecen al género narrativo: novelas, cuentos y narraciones cortas. Su estilo es vigoroso, dinámico y expresivo. Irrespetuoso con las reglas gramaticales, no busca la corrección sintáctica y léxica, sino la sencillez y la expresividad. Sus personajes suelen ser rebeldes, arrojados e intrépidos en contraste con su falta total de fe en el mundo y en la acción.

Escribió sesenta y seis novelas además de otras narraciones. Entre ellas destacan: La busca, Mala hierba, Aurora roja, La casa de Aizgorri, El mayorazgo de Labraz, Zalacaín el aventurero, Camino de perfección.

Las inquietudes de Shanti Andía (Pío Baroja)

NUESTRA GRAN AVENTURA

Cuando vi que el Stella Maris quedaba abandonado, se me ocurrió el proyecto de ir hasta él y reconocerlo. Tenía la ilusión de que, por una casualidad, pudiese quedar a flote. Al exponer mi plan a Zelayeta y Recalde les produjo a los dos un entusiasmo asombroso.

Decidimos esperar a que cesaran las lluvias; tuvimos que aguardar todo el invierno. Las fantasías que edificamos sobre el Stella Maris no tenían fin: lo pondríamos a flote, llevaríamos a bordo el cañón enterrado en la cueva próxima al río, y nos alejaríamos de Lúzaro disparando cañonazos.

Un día de marzo, sábado por la tarde, de buen tiempo, fijamos para el domingo siguiente nuestra expedición.

Yo advertí por la noche a mi madre que íbamos los amigos a Elguea, y que no volveríamos hasta la noche.

El domingo al amanecer, me levanté de la cama, me vestí y me dirigí de prisa hacia el pueblo. Recalde y Zelayeta me esperaban en el muelle. Zelayeta dijo que quizá fuera mejor dejar la expedición para otro día, porque el cielo estaba oscuro y la mar algo picada; pero Recalde afirmó que aclararía.

Ya decididos, compramos queso, pan y una botella de vino en el Guezurrechape del muelle; bajamos al rincón de Cay Erdi donde guardaba sus lanchas Shacu; desatamos el Cachalote y nos lanzamos al mar. Llevábamos un ancla pequeña de cuatro uñas, atada a una cuerda, y un achicador consistente en una pala de madera para sacar agua.

El viento soplaba con fuerza, en ráfagas violentas; las olas batían las rocas del Izarra produciendo un estruendo espantoso y llenándolas de espuma.

Pasamos por delante de Frayburu, la peña grande, negra, la hermana mayor de las rocas del Izarra, que desde el mar parece un torreón en ruinas.

Comenzábamos a acercarnos al Stella Maris. El aspecto de la goleta con los mástiles rotos, tumbada sobre una banda como un animal herido en el corazón, era triste, lastimoso.

El mar chocaba contra las peñas y sobre el costado del barco, produciendo un ruido violento como el de un trueno; las gaviotas comenzaban a revolotear en derredor nuestro, lanzando gritos salvajes.

Estábamos emocionados; Zelayeta y yo creo que hubiéramos vuelto a Lúzaro con mucho gusto, pero nada dijimos. Recalde no era de los que retroceden. Las dificultades y el peligro le excitaban. Proponiéndole volver no le hubiéramos convencido, y, tácitamente, los dos más reacios nos decidimos a obedecerle. Terco, pero sin arrebatos, Joshe Mari era hábil y marino de instinto.

Sabía que había un canalizo estrecho, de cuatro o cinco brazas, entre los arrecifes, y quería penetrar por él para acercarse a la goleta. Muchas veces enfilamos la entrada del canal; pero al ir a tomarlo nos desviábamos.

Recalde nos mandaba aguantar en sentido contrario para detenernos.

-¡Ciad! ¡Ciad! -gritaba.

Y nosotros metíamos las palas de los remos en el agua, resistiendo todo lo posible.

Hubo un instante en que no pudimos contrastar el impulso de una ola, y entramos en el canalizo rasando las rocas, envueltos en nubes de espuma, expuestos a hacernos pedazos.

Alrededor, cerca de nosotros, todo el mar estaba blanco; en cambio, por contraste, más lejos parecía completamente negro.

La olas saltaban sobre las peñas con tal fuerza que, al caer la espuma en copos blancos como nieve líquida, nos calaba la ropa.

A medida que avanzábamos en el canal, el mar iba quedando más tranquilo; el agua verdosa, casi inmóvil se cubría de meandros de plata.

Cuando nos vimos en seguridad nos miramos satisfechos. Zelayeta se puso a proa con el bichero y Recalde y yo, unas veces remando y otras empujando contra las rocas, avanzamos despacio. De pronto, Zelayeta gritó, mientras apretaba con el bichero:

-¡Eh! Parad.
-¿Qué pasa?
-Hay que pararse. Perdemos fondo.

El bote iba rasando la roca. Nos detuvimos. Estábamos a veinte pasos del barco. Yo vi que de la popa colgaba una braza de cuerda; salté de peña en peña y comencé a escalar el Stella Maris a pulso.

Al asomarme por la borda, una bandada de pájaros y de gaviotas levantó el vuelo, y tal impresión me hicieron que por poco me caigo al mar.

Algunas de aquellas furiosas aves me atacaban a picotazos y revoloteaban alrededor de mí lanzando gritos agudos. Con un trozo de amarra pude defenderme y hacerlas huir.

-¿Qué pasa? -gritó Recalde.
-Nada -dije yo-. Son pájaros. Se puede subir.
-Echa esa cuerda.

Les eché una cuerda, que ataron al Cachalote, y luego, saltando como yo, de una piedra a otra, subieron al barco.

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